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Hacíamos los mandados


El almacén de barrio; ese lugar en el que se conseguía todo lo que tu madre te mandaba a comprar. A veces, ellas estaban tan atareadas y nosotros- los chicos- tan obedientes que hasta tres veces al día nos mandaban a comprar. No había problemas, siempre encontrábamos lo que necesitábamos; No había apuros, el dueño o dueña del negocio tenía muy buena memoria y ágilmente te atendía mientras en su cabeza retenía lo que iba quedando en las estanterías para luego reponer.

Esos lugares eran locales grandes y vendían desde azúcar hasta kerosene y carbón. Los dueños eran personajes conocidos por todo el barrio. Don Mateo, Doña Inés o algunos por su apellido como el que estaba cerca de casa; Don Ongaro. Ellos eran serios, callados y nosotros los veíamos como gigantes ya que con un solo brazo llegaban hasta el último estante. Usaban las escaleras de madera de tres escalones en pocas ocasiones.

Nosotros –los chicos-apenas si llegábamos con nuestras cabezas a ese mostrador de madera gruesa donde nuestras miradas seguían con curiosidad todos los movimientos del único vendedor. Sobre ese tablón había cuadrados de papel estraza. Algunos, para hacer las cuentas , otros para envolver la mercadería. Entonces, Don Ongaro envolvía prolijamente el medio kilo de azúcar o los fideos sueltos en un paquete armónicamente armado con los costados retorcidos hasta cerrar en un moño improvisado para que no se derramara nada del contenido al regreso a casa. Era muy curioso ver como sus grandes manos eran capaces de armar ese objeto casi artesanal. Llegaba el momento de pesar el paquete y la exactitud era asombrosa. Cuando ya había terminado de envolverse se posaba en la balanza que tenía una aguja que marcaba sorprendentemente los 500 gramos que pedíamos.

Mientras, la esposa anotaba y se quedaba en la caja para cobrar. Los números que dibujaba sobre el papel me llamaban la atención tan prolijos y llenos de rulos. A mí no me salía ese dos tan bonito que la señora estampaba en la cuenta que había que llevar a casa para mostrar como todo comprobante de la transacción.

Así; nuestra mirada de niño entretejía imágenes, olores, sabores en ese “viejo” negocio al que acudíamos diligentemente ensayando un rol adulto frente a los mas chicos que todavía no sabían contar la plata. Lo que mas me gustaba era cuando el dueño del negocio llenaba una pala de latón con harina que sacaba de los cajones de madera y vidrio que se fijaban a la pared. En esos cajones que oficiaban de despenseros vidriados había de todo: Harina, azúcar, fideos, garbanzos, maíz.

Otra área del negocio era la pila de cajas de lata que guardaban las galletas “Fibas” u otra marca … con una variedad y colores estampados en sus frentes vidriados que siempre nos dejaban esa sensación de querer probar todas , pero eran caras. Así es que si sobraban algunas monedas teníamos permiso para comprar alguna de chocolate o las famosas vainillas que tanto gustaban. La variedad de mercaderías que había en ese lugar obligaba a cualquier curioso a detener la mirada y nosotros los niños de disfrutábamos recorrer esa cantidad de estantes y objetos que se mostraban para que el vecino encontrara lo que estaba buscando. Todo estaba resguardado por esa barra que era el mostrador.

No existía el autoservicio, el control de stock, la logística , el ticket, el lector de código de barrras, las cajeras, el marketing, las góndolas, la infinidad de marcas y presentaciones de un producto…No se nos ocurría tocar la mercadería. Eran otros tiempos, otro ritmo, no sé si mejor…pero lo disfrutamos y ha quedado en el recuerdo esa mirada curiosa de niña que hoy comparto con quienes fueron a “hacer los mandados” o aquellos que hoy van de compras y toman un carrito con mercadería que seleccionan de las góndolas y se dirigen apurados a hacer la cola en las cajas de los grandes supermercados.

Tiempo pasado…imágenes de infancia.

Susana Beatriz Rotger

1 comentarios:

Enrique dijo...

Cuánta emoción, cuánto respeto, y no fue hace 100 años, ayer nomás. Gracias por la memoria.

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