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Escapándole a Dios


En el campo hay bichos que son fáciles de arrear. Por ejemplo las abejas. Lo importante es juntar la majada tratando de que las más mansas logren puntear en la dirección correcta. Si esto se consigue, es seguro que todo el resto las seguirá, apretándose incluso al llegar a la puerta en su afán de entrar primero.Pero hay otros animales que no son
fáciles de arrear. Entre ellos está el cerdo. Me perdonarán aquellos que desearían que el cerdo no entrara a formar parte del elenco de las parábolas. Pero recuerden que se nos han metido hasta en el evangelio, y en cantidad. Y los entendidos dicen que este animalito tiene hábitos que lo hacen bastante parecido al ser humano. Por ejemplo en sus hábitos alimenticios, ya que devoran de todo, igual que nosotros. También se nos parecen en la terquedad, que suele ser bastante ingenua en ellos. Si uno quiere llevar un chancho para adelante, y el chancho se ha empecinado en no ir, van a ser inútiles todos los esfuerzos por tironearlo del hocico o por empujarlo desde atrás. En esos casos hay que recurrir a una treta. Esta puede ser doble: colocarlo en la dirección correcta y luego tirarle de la cola para atrás. Entonces el animal para llevarnos la contra tirará para adelante y así llegará al lugar donde queremos llevarlo. La cola le servirá de timón, pero teniendo cuidado de tirarlo siempre en la dirección contraria a la que nosotros queremos conducirlo. La otra manera es dejarlo en libertad, y asustarlo para que dispare. Para ello habrá que asustarlo desde el lado opuesto a fin de que dispare hacia donde nosotros queremos que vaya. De esta manera, creyendo huir de nosotros, marchará justamente hacia el lugar donde ya no podrá más que entregarse por encontrarse embretado. Conocer a los animales es una manera de conocernos a nosotros mismo. Para eso sirven las parábolas, ya sea que traten de bichos o de personas. En realidad, en los dos casos simplemente se refieren a nosotros. Les quiero contar un cuento paisano que, aunque nacido en otro pagos, se nos ha acriollado aquí. Por eso su vestimenta es la nuestra.

Se llamaba Ciriaco. Hombre de campo avezado a todo, no era persona de entregarse así nomás a los reveses de la vida. Siempre había pelados las dificultades, y pensaba seguir haciéndolo mientras la suerte y la vida lo ayudasen.

Una vuelta se dio una misión en su pago. Y allá fue Ciriaco, como buen cristiano, aunque por precavido escuchó de a caballo el sermón que el misionero predicaba a la paisanada reunida junto a un gran algarrobo que sombreaba el rancho que funcionaba como capilla.

El cura también era buen conocedor del alma de su gente. Si en algo era experto, lo era en humanidad. Sabía bien que aquí no se trataba de hacer mucha teología. Simplemente había que conseguir que cada uno arreglase sus cuentas con Tata Dios, porque en cualquier momento el lazo de la vida se podía cortar, y convenía estar preparado. Y en esta argumentación, el cura agarró vuelo y comenzó a cortar por lo duro asegurando que la muerte era una cosa seguro. Tan segura era la muerte que Tata Dios ya sabía perfectamente dónde ésta se encontraría con cada uno, en qué momento esto se daría y de la manera que la muerte nos llegaría. Y presintiendo que Ciriaco era de los más duros para entregarse, dirigió el guascazo de su palabra hacia él afirmando:

- Por ejemplo, Usted, Don. Por más que tenga buen caballo y ni siquiera se haya bajado para escuchar el sermón, no se imagine que le podrá disparar a Dios, como se le dispara a la policía o a una tormenta que se nos viene encima. Por más que dispare, es seguro que a la hora y momento que Tata Dios ya tiene fijado, usted no faltará a la cita en el lugar preciso que la muerte ya conoce y donde le está esperando.

A Ciriaco, la advertencia lo golpió en la matadura. Receloso por instinto, y precavido por costumbre, no se hizo repetir el sermón. Eso podría ser cierto para los demás. Para Ciriaco, estaba todavía por verse.

Y sin esperar más, le cerró espuelas a su moro pampa, que salió como avestruz por esos campos de Dios. Magnífico el flete. Capaz de correr boleado, y de saltar los alambrados sin necesidad de que el jinete se bajara. Al ratito nomás, Ciriaco y su montado eran un punto en el horizonte, gambeteando por entre los talas y chañares. La bandera de su poncho flameaba al aire como emblema de libertad salvaje, dejando flecos perdidos a las ramas, de los espinillos que pretendía retenerlo. Mientras, el paisano se iba diciendo por dentro:

-¡A mí me van a agarrar! Sentada me va a tener que esperar la Muerte, si es que piensa alcanzarme cuando ella quiera. Ciriaco morirá cuando quiera, dónde quiera y de la manera que él quiera. Que para eso es muy hombre, y encima bien montado.

En estos decires iba, mientras tragaba leguas de pampa y monte, ganando terreno por los atajos que sólo el conocía, atravesando arroyos que sólo él conocía, donde nadie lo hubiera hecho. Temeridad de hombre, volaba en su pingo cuerpiando los ñandubay y saltando las pencas sin siquiera rozarlas. En una hora hizo el camino que otro había tenido que hacer en tres. Y cuando más distancia devoraba, más se enceguecía en su convicción de que esta vez la muerte se quedaría con las ganas porque, lo que es, él no pensaba darle el gusto.

Una hora más anduvo de esta manera. Ya su caballo era un manchón de espuma blanca del anca a las verijas. Ciriaco sentía trasmitiéndose a su cuerpo el temblor del cansancio que iba ganando el de su montado. Pero empecinado en su afán de huirle a la muerte, no le daba tregua a las espuelas y al talero con el que castigaba, ya casi inconscientemente, a su generoso animal.

Y así entró en el último trecho de monte antes de salir a campo abierto. Y fue allí. Un tronco atravesaba el camino. Ciriaco insistió a su caballo a saltarlo limpiamente, como lo hiciera con todos los demás. Pero los vasos de su flete tropezaron brutalmente contra el obstáculo. Ciriaco sintió que el animal se le iba de entre las piernas. Las espuelas se le enredaron en el cojinillo y la parte delantera del poncho en la cabecera de los bastos. Salió despedido de cabeza y fue a dar con todo el peso de su cuerpo contra un guayacán, desnucándose.

En ese momento vio apoyada contra el tronco del mismo árbol a la Muerte, que le decía con asombro:

-¡Formalidá, Ciriaco! ¡Esta vez no creí que llegarías a tiempo!

 
 (cuento de Mamerto Menapace)

Colaboración de Margarita Grigera

'Mamerto Menapace' es su nombre, no es un apodo, nacio en Malabrigo, región del Chaco santafesino, hoy norte de la provincia de Santa Fe, el 24 de enero de 1942. Mamerto es un monje y escritor argentino.
Hijo de María Josefina, noveno de trece hermanos, monje benedictino del monasterio Santa María de Los Toldos desde el año 1952. Desde marzo de 1962 a diciembre de 1965 realizó sus estudios de teología en Chile, en el monasterio benedictino de Las Condes, donde fue ordenado diácono por el cardenal Raúl Silva Henríquez, en 1966, fue elegido superior en septiembre de 1974, en agosto de 1980 es bendecido como primer abad de su comunidad de Los Toldos por el cardenal Eduardo Pironio. Fue abad del Monasterio de Santa María de los Toldos por dos períodos, desde 1980 hasta 1992.
Es escritor de cuentos, poesías, ensayos bíblicos, narraciones, reflexiones. Se inspira un tanto en el Cura Brochero. Publica en la Editora Patria Grande desde 1976. Ha editado numerosos libros muy famosos en el ámbito de la Iglesia católica en Argentina y también en el extranjero. Fue ordenado sacerdote el 4 de diciembre de 1966. Ha publicado más de cuarenta libros con temas que van desde el encuentro con Dios al crecimiento en la fe.

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