A fines de la década de los cincuenta los pagos de Banfield eran un remanso de cielos infinitos y frondosas arboledas. A nueve cuadras de la vieja estación del Tren General Roca, lugar donde nació en 1871 la ciudad a partir de una simple casilla, y yendo de camino al oeste extremo donde el cementerio de Lomas de Zamora había cobrado forma y la antena de Radio Argentina se divisaba como un hito a la distancia, se erigía el barrio S.U.P.E. (Luz y Fuerza), idea originaria del Sindicato Petroleros Unidos del Estado cuando Perón aún estaba en el gobierno y Evita otorgaba créditos blandos, pagaderos a 30 años y con posibilidad de liquidar la deuda en cualquier momento.
Mis padres, a instancias de mi insistente madre y como muchos trabajadores que buscaban el suburbio lejano para formar sus familias y criar los hijos, habían comprado un terrenito con un frente de 10 varas, o 20 codos o 30 pies o 40 palmos, es decir 8,66 mts., como toda parcela desde la época de Garay hasta el presente y 40 metros de lo que parecía un inmenso fondo.
Previendo inundaciones similares a las de su Barracas natal, el joven Don Osvaldo contrató varios camiones de tierra para elevar el terreno. Una vez asentado y pala en mano, se comenzaron los cimientos para ubicar los ladrillos comprados con las primeras entregas del préstamo del Hipotecario. La mecánica era sencilla; había que cumplir un determinado avance de obra antes de recibir otra remesa de dinero y el inspector que la autorizaría, curiosamente, tenía muy pocas pulgas y una puntualidad suiza insuperable, así que llegado el caso de algún retraso, se convocaba a la muchachada compañera del trabajo para dar una mano algún domingo, a cambio de un suculento asado, rociado con vino de damajuana, de esas gordas y verdes con canasto de mimbre, que parecían interminables.
La zanjas eran trincheras de combate donde con el casco de plástico y la ametralladora del espacio librábamos guerras con uniformes Grafa cosido por la tía Helena, aquella que nos regalaba bolas de fraile rellenas de mermelada, mientras las medianeras eran los aviones desde los que nos tirábamos en paracaídas sobre la tierra haciendo una rodada.
Era el nacimiento de las letras los sabados de caminata hasta la librería frente a la estación para comprar la colección Minotauro y conocer a Bradbury Ballar, Clarck, Dick y cientos de otros que formarían mi imaginación antes que mi intelecto.
La escarcha por las mañanas de pullover de lana y zapatos de suela esperando el colectivo para ir al secundario en Avellaneda. El tablero y la regla ´T´ para hacerme lugar entre el pasaje como un cruzado que acomete con su lanza sin dejar enemigo en pie.
Era Verónica, mi primera novia merecedora del primer beso en la boca al que solo accedió si estaba Susana como testigo, sin saber que ella hubiera querido cambiar de lugar apenas conocida la noticia.
Banfiel también eran las casitas inglesas del ferrocarril y el Gazcon Lawn Tennis Club al que jamás podría acceder el hijo de un obrero metalúrgico, razón por la cual el tenis nacional ha perdido una estrella como yo.
En el corazón quedan las caminatas interminables de la mano de papá para comprar un yoyo Russell de Coca Cola, o la vuelta a la manzana en bici sostenida por su mano hasta que notó mi confianza y me dejó volar solo.
Es mamá Elisa en la cocina echándome para que no me hiciera maricón ante cualquier consulta culinaria. Cuidándome en mis ataques de asma con leche con coñac , Vick Vaporub o fomentos en la espalda.
Un buen día tomé pista y volé. Me fui lejos y el nido quedó vacío. Para cuando volví ya nos habíamos ido todos. La casa se había vendido y mis padres volvieron a su querida Barracas, el equivalente a mi Banfield en sus vidas. Fue en ese momento en que me prometí volver. Comprar mi propia casa allí. Pero el tiempo me devuelve al momento en que mi padre y yo cerramos las puertas alumbrados con linternas para nunca más volver.
Dentro del corazón quedaron las chicharras, los ladridos en la noche, alguna astilla de aquellos árboles y un poco del inmenso cielo celeste que nunca ha de volver.
Como la vida misma.
OPin 2017.