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Escuchando la guerra

Hoy parecen cosas risibles, pero con anterioridad a la invención del radar cualquier método era válido si servía para prevenir a la población o a los propios compañeros de un posible ataque.
Basados en los principios del estetoscopio algunos y otros imitando la direccionalidad de las orejas de algún animal, estos artilugios de la Primera Guerra Mundial seguirán siendo muestra cabal de la fértil imaginación humana.
Nótese que las orejeras contaban con almohadillas inflables para asegurar su perfecta adaptación al contorno de la cara.
Ahora bien, en este tipo de guerra de sonidos, parece ser que el bando contrario encontró la forma de anular a los soldados oyentes. Si no me cree vea la siguiente foto e imagine para qué servían...

Un cura y un rabino


Un cura y un rabino
Un rabino y un cura chocan en la ruta y se hacen bolsa.
El rabino baja de su auto y va a auxiliar al cura.
Rabino: Padre, ¿está bien?
Padre: Sí, gracias.
Rabino: ¿Seguro? Revísese bien.
Padre: Sí, creo que estoy bien, gracias.
Rabino: Gracias a Dios, ¡esto hay que festejarlo!
Entonces saca una petaca y le ofrece un trago al cura, quien acepta
gustoso.
Rabino: Estamos bien, ¡¡gracias a Dios!!!. Tome otro traguito.
El cura toma.
Rabino: ¡¡Qué alegría que estamos bien!!! Tómese otro traguito.
El cura toma, pero intrigado pregunta:
Rabino, ¿usted no toma?
Rabino: No. Yo espero a la Policía.

El mejor amigo del hombre


Si ya sé que ando medio pesado y usted de mal humor, pero no lo engañé, de verdad le digo, no le voy a hablar del perro como aquella otra vez, no esto tiene que ver con otro tipo de amigo.
Digamos que durante mucho tiempo fue vilipendiado y tratado como un extraño con mal olor corporal. Nadie aceptaba conocerlo y nadie se animaba a hablar de él. Era un paria dentro de la sociedad aún cuando todos quisieran contar con él como amigo.
La cosa se revirtió allá por los inicios de los años 80 y él no tuvo nada que ver con ese cambio de opinión generalizado. Simplemente continuó haciendo lo que siempre había hecho con una perfección que alcanzaba el 99.9 %.
Para entonces pocos recordaban a sus antepasados y fue el Museo Británico quien trajo nuevamente al conocimiento público los restos de sus parientes del medioevo.
Pero yo a este amigo lo recuerdo de otra forma. 
Supe de él por un programa cómico donde un señor muy atildado pero tímido, entraba en una farmacia a comprar algo con una actitud de por sí extraña, ya que, curiosamente, buscaba ser atendido por el farmacéutico dejando de lado a la pulposa empleada y a la eficiente y servicial esposa del titular de la botica. 
Algo raro pasaba, pues luego de reiterados intentos y balbuceos el hombrecito atildado y tímido terminaba comprando una simple y solitaria aspirina.
Todas las semanas lo mismo y todas las semanas veía como los adultos a mi alrededor encontraba sumamente graciosa esa situación. Hablo de la "situación", pues reírse del hombre per sé habría sido de muy mal gusto y de un tipo de televisión mucho más moderna y de ¿avanzada?
No recuerdo cómo ni cuando me enteré de cual era el producto que trataba de comprar el señor infructuosamente, pero lo viví en carne propia en aquellas épocas neo victorianas donde la revista Para Ti  (dedicada a la mujer moderna de entonces) era lo más cercano al porno nacional y los militares y las ligas de la decencia y la moral vigilaban nuestras vidas. Que curioso que se llamaran "ligas" y que nadie las censurara.
También yo he sido ese señor, pero de chico. Entrar en la Farmacia y encarar al hombre tras el mostrador debía ser una acción sumamente bien planificada, como si se tratara de la toma de una colina en cualquier guerra de principios del siglo pasado. 
Al llegar hasta él se debía pronunciar despacio y claro la frase: "Una caja de preservativos, por favor" y si el farmaceutico era un tanto sádico y se hacía el que no entendía para disfrutar con nuestro sufrimiento pidiéndonos la repetición en voz más alta, podíamos variar nuestro accionar con réplicas  mucho más descriptivas y específicas tales como, profilacticos, forros, condones, Tulipanes, Camaleones, etc. pero nunca elevar la voz. Bajo ningún concepto alguien más debería enterarse de nuestra adquisición de tan chancho artilugio.
Si por el contrario nuestro ardid era interceptado por la rubia despampanante de tremendas tetas que atendía usualmente la caja, emprendíamos la retirada de forma inmediata, pues soldado que huye sirve para otra guerra, o al menos tendrá otra oportunidad.
Intuíamos que éramos obvios y que las chicas del mostrador podían hasta disfrutar de nuestro sonrojo, pero insistíamos con el plan maestro.
Hasta que supimos que en los kioscos también había.
Curiosamente en Argentina, en 1947 comenzaron a instalarse dispensadores de preservativos en los espacios públicos. Tras la caída del gobierno democrático (1955) desaparecieron las fábricas de preservativos, los dispensadores y hasta los baños públicos. 
Fíjese que hasta los 90 no recuperamos algo tan indispensable como un simple dispensador en los baños públicos de los negocios.
El comprar en los kioscos tenía una secuencia similar que en la Botica. Elegir el kiosco, verificar en el terreno que quien atiende es varón y esperar el momento oportuno donde no hubiera clientes y atacar.
Seguramente el kiosquero gritaría hacia dentro de su local vivienda polifuncional - Hija, traeme un caja de profilácticos para el pibe- mientras uno se daba cuenta que de ahí en más, con la nena del señor kiosquero era casi imposible que pudiera existir un amorío sin recibir una piña o una agresión paterno genital.
El tiempo pasó y uno ya era habitué del mismo kiosco y cuando podía acumulaba para que no falte ante una maravillosa oportunidad de orgía que nunca se daba. Pronto, supongo que los farmacéuticos, hicieron rodar el rumor que los preservativos de kiosco venían pinchados o viejos o lo que fuera con tal de evitar que uno los comprara allá.
En medio de las corridas de rumores generalmente tomábamos uno de la caja al azar y lo llenábamos con agua en la pileta del baño sólo para verificar la no existencia de fugas. No no lo enrollábamos luego y lo tratábamos de usar, pero era una prueba de muestra que nos daba tranquilidad.
Im-pre-sio-nan-te. lo que aguantaban los bichos esos. Nada que ver con los que compraba mi viejo y que venían aplastados y con talco en lugar de gel en una tira interminable como de caramelitos de colores en una cinta de celofán. Estos aguantaban litros de agua hasta explotar en medio de un tsunami que dejaba el cuarto de baño más parecido a las piletas de Parque Norte que a un lugar donde sentarse a meditar.
Luego aparecieron los que venían con un sobre de gel adicional, texturados, con sabor, con luz, con música, grandes, gruesos, finitos...los usé todos. Eran  mis amigos desde que en 1980 pasaron de ser palabra prohibida a ser la mejor barrera para evitar el contagio del SIDA. El mejor amigo del hombre recibió los honores que merecía. Y esta semana, aún cuando el Vaticano insiste en su guerra en contra de mi amigo, un cura de Suiza, más precisamente de la hermosa Lucerna, distribuyó en forma gratuita preservativos para quien los quisiera. Un gran tipo, porque es amigo de un amigo mío.
Pero, retomando el tema, luego fueron obligatorias las expendedoras en los baños. Ya no nos daba vergüenza pedirlos. Nos amigamos con esos "forros" que se interponían entre nosotros y ellas. Aprendimos trucos para ponerlos con velocidad y fantasía para que el momento no decaiga y se convirtieron en parte de la familia. Como tener siempre a la mano un paquete de galletitas.
Entonces, grandecito y recién casado decidí aprovisionarme como Dios manda y junto con Ruli (un amigo del alma) nos encaminamos hacia el Once sin mayores tapujos o vergüenzas. Allí en el barrio donde los judíos llevan adelante sus negocios mayoristas, encaramos uno que nos pareció barato y nos compramos una caja de mil unidades completa.
Quinientos y quinientos. Nunca más andar esquivando farmacéuticas o empleadas curiosas. Bueno al menos por un tiempo. Quinientos preservativos, profilacticos, condones, o como quiera llamarles, para cada uno de nosotros.
Claro, no nos fijamos en la fecha de vencimiento, ni en que pasados unos años nuestras esposas no serían tan gauchitas como hasta ese momento. 
Llegaron los críos, armamos cumpleaños. Y fue entonces cuando agarré los últimos que me quedaban y los inflé para decorar el salón alquilado. Unos hermosos globos rosa, con sombrerito y escurridizos que, curiosamente, fueron los más solicitados por los pequeños invitados.
Claro, los papás no los dejaron venir a ningún otro cumple, pero eso ya es otra historia.
Taluego

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